Literatura
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Por Luis Alfonso Castellanos Ramírez*
La representación del cuerpo en el arte occidental ha vivido desde la segunda mitad del siglo XX una radical transformación. Reflexiones filosóficas, holocaustos, la intervención de nuevas tecnologías, la manipulación de nuevos materiales, nuevas relaciones sociales y la emancipación de grupos minoritarios cambian continuamente los conceptos de cuerpo belleza y unidad. Este quehacer abre un horizonte amplio en literatura sobre lo que tiene valor estético y la reinvención de las fronteras haciendo del cuerpo un texto alterado y abierto a nuevas posibilidades.
En estos últimos años al revisar algunas novelas latinoamericanas y colombianas, dos categorías me han ayudado a ubicar mis reflexiones sobre el problema del cuerpo como unidad semiótica y fundamental del relato: el número áureo y la abyección.
El número áureo fue formalmente definido por los antiguos egipcios y griegos. Este concepto permite incluir la racionalidad en el equilibrio de esculturas y construcciones (recordemos el Partenón o el Discóbolo de Mirón).
En los últimos años ha sido releído por Lecorbusier en sus estudios sobre el Moduleur (la correspondencia y proporcionalidad ergonómica de los espacios arquitectónicos). Este «número» responde a una sensibilidad y racionalidad que incluso los pitagóricos expresaban como constante: el número φ equivale a 1,61803.
Esta proporción áurea —como también se le ha llamado— se devela igualmente en nuestras culturas colombianas precolombinas como lo evidenció el trabajo de Martín Cañis en sus estudios sobre el número áureo en las culturas del oro. Incluso, podría decir que cualquier cultura al elaborar espacios, formas y representaciones plásticas para contener, proteger, figurar o prolongar el cuerpo humano remite a unas formas, que, en psicología, encuentran cierta correspondencia con lo que Françoise Dolto llamó la imagen inconsciente del cuerpo.
Me pregunto si no existiría de manera parecida en literatura una estructura base, socialmente aceptada e implícitamente asumida, en cualquier imagen de cuerpo. ¿Se puede pensar un «algo» que estaría incluso de manera no figurativa y serviría de presupuesto para contradecir, modificar, degradar, sublimar o negar una materialidad y una experiencia somática en cualquier personaje?
Parte de mi reflexión intuye este presupuesto que estaría incluso en las descripciones físicas más parcas de personajes. En El Beso de la Mujer Araña de Manuel Puig, la ausencia de descripciones no equivale a la ausencia de cuerpo. Incluso, en otras novelas, la independencia de un fluir de conciencia no elimina la corporalidad de los protagonistas.
He querido sondear la literatura más reciente, la cual debería superar lo que Eduardo Jaramillo llamó la retórica del decoro y que remitía a la carne de los personajes desde un sistema metafórico a la naturaleza, los sobreentendidos, los eufemismos, los puntos suspensivos, los cambios abruptos de focalización y las noticias mitológicas. Un tipo de escritura sancionada por la institucionalidad confesional y recelosa de toda sensibilidad que se ufanaba de mencionar sin decir que le tenía miedo al cuerpo erótico.
Retórica del decoro insostenible e insuficiente sobre todo a partir de los Años de la Violencia en la cual ingresa en el panorama de las letras colombianas —1954 cuando aparece viento Seco— «una realidad aterradora e incomunicable» tal como lo explicó Jaramillo. El decoro deseante que analiza Jaramillo tan finamente en tres de nuestras novelas: Babel, De sobremesa y Cuatro años abordo de mí mismo, remite a unas prácticas, formas y temas que no se han extinguido porque la sociedad ha cambiado o porque el cuerpo se ha empezado a decir, a explorar y a fragmentar.
Mucho de «eso» que se calla, que aparece figurado o velado, sigue generando creación en nuestros escritores contemporáneos. Su presencia puede detectarse incluso en las dos líneas que he querido denominar como «sublimación» o «desfiguración».
Por otro lado, la abyección, tal y como la explora Julia Kristeva en Poderes de la perversión, nos permite mesurar nuestro grito de victoria contra la represión del pasado y los poderes tutelares. Tengamos presente que al hablar de sublimar y de desfigurar se requiere un «algo» que es glorificado o deformado y en concreto ese algo del cual toma especial atención: en este caso, el cuerpo. Y para entender el cuerpo en su fundante significación nada mejor que la abyección donde lo somático se hace central.
Abyecto es quien no puede configurarse como sujeto ni alcanza a delimitar objetos de deseo. Es el estado de quien no ha sido capaz de vivir, lo que llama Kristeva la represión primaria, de quien permanece atado a ese estadio arcaico en que madre e hijo son una díada inseparable. Estadio que remite a la existencia común de una sola piel y a la indiferencia del deseo. Porque lo abyecto es aquello que se ubica del otro lado de la ley, del juego simbólico, del «superyó», aquello que no integra lo cultural y que siempre enfatiza lo «natural» de lo cual el cuerpo es su dato más inmediato. Lo abyecto hace referencia estructural a nuestras reacciones del sistema nervioso primario, a las reacciones instintivas por las cuales la carne recupera su preeminencia: «la nata de la leche atragantada en el paladar», una babosa sobre la mano o la cercanía de un cadáver insepulto.
Lo abyecto podemos verlo igualmente como el sustrato «0» de la cultura y la manifestación de una simbólica imposible. Aquello que amenaza la civilización y la significación; es el estadio anterior a cualquier palabra. Se ubica por lo tanto, en los límites mismos de lo extraordinario, como lo afirma Kristeva: Lo sublime tampoco tiene objeto. El objeto «sublime» se disuelve en los transportes de una memoria sin fondo, que es la que, de estado en estado, de recuero en recuerdo, de amor en amor, transfiere este objeto al punto luminoso del resplandor donde me pierdo para ser. No bien lo percibo, lo nombro, lo sublime desencadena —desde siempre ha desencadenado— una cascada de percepciones y de palabras que ensanchan la memoria hasta el infinito.
Nuestra literatura contemporánea asume abiertamente estos umbrales, y el escritor fascinado por lo abyecto «se imagina su lógica se proyecta en ella, la introyecta y por ende pervierte la lengua —el estilo y el contenido—», en palabras de Kristeva. Porque hablando de desfiguración y sublimación la abyección está allí, manifiesta y dinámica configurando lenguajes. Ella es una palabra espejante en lo «extraordinario» que nos infla y nos excede arrojándonos de cualquier situación inicial, un desvío y un atajo. La sutileza o la pesantez por la cual cualquier final es imposible y que nos mantiene en la continua e inquietante expectativa.
Por los textos
Centraré mi atención en dos personajes, los interlocutores centrales de los narradores de quienes su cuerpo es parte de la resolución de la historia. El cuerpo extraordinario de «ángel» que seduce a la narradora de Dulce Compañía de Laura Restrepo o el cuerpo enfermo de Darío que retiene la atención de Fernando en El Desbarrancadero de Fernando Vallejo. Estos cuerpos se ubican centralmente en el universo novelístico a partir de algunas estrategias y temáticas de las cuales abordaremos las más importantes.
La madre
La madre del narrador aparece en El Desbarrancadero como «la loca» (se le menciona así setenta y nueve veces) y otros términos afines: «la mandona», «la paridora», «la vieja hijueputa», «la furia», etc. Ella será el impedimento afectivo y ontológico para que los otros seres de casa, diferentes a ella y su mundo, alcancen la felicidad.
En Dulce Compañía se elabora un perfil completamente diferente; Ara, la madre de Orlando y del Ángel posee un perfil matriarcal y afectuoso. En este texto la maternidad inaugura en los «hijos» como en la madre, una nueva identidad que corporalmente se sostiene: en la relación de filiación. La focalización de la madre se invierte en los dos relatos.
En la novela de Vallejo es el hijo quien juzga, confronta y se salva de la madre; en Dulce Compañía es la madre quien sustenta al hijo. La narradora, Ara, Orlando y el Ángel se engendran mutuamente en estas relaciones de sangre. El contacto epidérmico y de la palabra marcan estas relaciones. Una maternidad que en el caso del Ángel depende del cuerpo textual constituido por los cincuenta y tres cuadernos escritos por Ara.
En los dos casos se exhibe la virtud de la primogenitura, nada más pleno que los óvulos frescos y el primer embarazo: Fernando es el hijo mayor, el lúcido, que contrasta de manera especial con el hermano menor a quien denomina «el gran güevón», «el Cristo Loco», «el semiengendro», quien nació «en mala edad, a destiempo, cuando ya los óvulos, los genes, estaban dañados por las mutaciones». En Dulce Compañía Orlando es el segundo hijo de Ara, quien no goza del misterio de la concepción ni participa de la plenitud del primer embarazo.
Solo los cuerpos primerizos gozan de la plenitud de la maternidad. Una concepción social muy marcada en nuestro medio.
La madre confronta al personaje: el Ángel necesita de las palabras y del cuidado de Ara y de la narradora–madre para mitificarse, de la misma manera que Darío necesita de «La Loca» y sus diatribas para consumirse. Una confrontación que rehace desde distintos puntos esta represión primaria ya enunciada, esta ruptura edípica desarrollada conflictivamente en ambos casos.
El lenguaje
El Desbarrancadero como ningún otro de los libros de Vallejo pone la palabra en los límites de la enunciación; el escritor vívidamente agita ese río del lenguaje desde la agresión al discurso institucional y el cuerpo de la madre. Su irreverencia descoloca a cualquier lector al romper el tramo edípico de la lengua impidiendo todo proceso de domesticación. Él extraña las relaciones de afecto y de subordinación, rompe el cuerpo de la madre en su autoridad y en su fundamental necesariedad como la lengua que lo vehicula. Los lamentos e imprecaciones de Vallejo hacen del lenguaje, y por supuesto de la lectura de la novela, un fluir que orada la nominación como lo nominado. El escritor como «profeta» pervierte el lenguaje y los límites: «Todo se tiene que morir. Y este idioma también. ¡O qué! ¿Se cree eterna esta lengua pendeja? Lengua necia de un pueblo cerril de curas y tinterillos, aquí consigno tu muerte próxima. Requiescat in pace Hispanica lengua».
Una lengua agónica, utilizada por el único escritor muerto que tiene Colombia; una lengua que asume el discurso autodestructor que lo engendra: «su lengua soez que hijueputiaba a marido, hijos, vecinos, policías, curas, lo que se le atravesara». Una lengua informe, anidada en la institucionalidad de la familia, el estado, la religión; en las múltiples mentiras creídas o las múltiples ficciones dulcemente conservadas. Vallejo se sale del uso del lenguaje buscando aquello innominable que hay debajo, desfigurando los cuerpos y la lengua en su universo de lamentos.
En Dulce Compañía los cuadernos escritos por Ara brindan la palabra y personifican a este mudo y temperamental Ángel; la lectura de algunos fragmentos hechos por la narradora y las palabras de la madre nos acercan a su palabra y su intimidad: «las palabras que mi hijo no decía por su propia boca, las revelaba a través de mi mano. El ángel de mis escritos era él».
Este ángel no habla y cuando vocifera lo hace en lenguas extranjeras, clásicas o ignoradas. Es el ser afásico que habla por sus miradas y por su cuerpo rechazando el lenguaje. Escuchemos a la autor en una hermosa línea que aparece en el libro en cuestión: «No insistas en saber cómo me llamo. Tal vez no tengo nombre, y si lo tengo es múltiple, y mutante. Mi nombre, mis nombres: huidizos, equívocos, cargado de resonancias. No hay en tu mundo oídos que perciban su frecuencia, ni tímpanos que no revienten con su eco. No quieras hablarme tus palabras son ruido».
En Dulce Compañía conocemos el nombre del ángel al final, por los chismes de las «Muñis». El había sido bautizado por su abuelo como Manuel. Un dato que en la última página de la novela humaniza ese cuerpo deseado del ángel perdido pero que en la misma página se prolonga en el cuerpo angelizado de Damaris la hija de la narradora. Ella posee la mirada enigmática de su padre Manuel: «Una sola cosa, que me desvela y me hace pensar: esa clarividencia abismal de sus ojos oscuros, que todo lo comprenden sin necesidad de palabras, y que, sin embargo, a veces uno creyera que miran pero no ven».
La clausura
En ambas novelas las grandes ciudades de Bogotá y de Medellín, se condensan en los espacios locales de barrio: Galilea en el caso del texto de Restrepo y Laureles en la obra de Vallejo. Perfiles urbanos que se despliegan en otros espacios menores y más importantes: la gruta y la casa en Dulce Compañía y la casa y el patio en El Desbarrancadero.
Más específicamente dos espacios cerrados verifican lo fundamental del cuerpo: la gruta y el patio. Dos cronotopos, en los términos bajtinianos que incrustan el cuerpo radical y significativamente en el relato. Estos dos «lugares» abrigan y permiten el cuerpo desde profundas dimensiones uterinas, telúricas y míticas. Un topos que reduce, comprime, condensa y plenifica el espacio en un tiempo original haciéndose el ecosistema propicio para que el cuerpo aparezca con toda su fuerza (esplendor o ruina).
El patio es en El Desbarrancadero es el remanso idílico de una infancia gozosa, de un pasado perdido; el retazo de vida y el espacio original que se resiste a la urbe de concreto: «vi por primera vez desde arriba el jardincito de mi casa: un cuadradito verde, vivo, vivo, al que llegaban los pájaros. Uno de los últimos que quedaban en ese barrio de Laureles». Ese centro del cosmos, protegido y cerrado, único y vital sustentará en los últimos días el cuerpo agónico. «—¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!». «Pero volvamos al jardín, a los felices días en que la sulfaguanidina funcionaba y cuando yo no podía ni siquiera concebir que Darío se pudiera morir».
De la misma manera en Dulce Compañía la gruta aparece como el encierro cualificado para conservar y garantizar un encuentro válido con el ángel. Allí le verá en todo su esplendor y belleza la narradora la primera vez: «en medio de la gruta oscura nosotros nos borrábamos, invisibles, manchas negras contra fondo negro, mientras él ardía a fuego lento, resplandeciendo en una luz incandescente que parecía brotarle de la piel». «Allí se unirán sexualmente» escribe la autora en páginas posteriores. Este mismo lugar protegerá al Ángel en la toma militar del sector y será el punto de partida de sus andanzas finales.
Y para ratificar la primacía de la clausura como el lugar propicio de la creación y de la identidad, tenemos que anotar que en Dulce Compañía la valoración del Ángel como un epiléptico autista se da en la habitación de un asilo de enfermas mentales: «Ahora lo tenía a él ante mis ojos, tendido en una cama en la cual no cabía, más ausente que nunca, envuelto en una nube de lejanía. Le habían puesto un camisón blanco con un número escrito con marcador, y parecía que ahora sí, sin remedio, el alma le hubiera abandonado el cuerpo».
Qué más clausura que un asilo mental, donde el encierro absoluto del hombre es un hecho. Irracionalmente es alejado del intercambio con sus semejantes cuando su peligrosidad reduce el mundo a casi nada y el sujeto queda reducido solamente a su cuerpo. La ausencia de todo, el lugar perfecto para una nueva vida es un frenocomio y lo atestigua la propia narradora al visitar el manicomio de la Picota: «Estaba parada a las puertas del último sótano de la existencia, donde al ser humano se lo reduce a inmundicia, y me abandonaban las fuerzas […] —Una fábrica de ángeles…».
Enfermedad
De las cuatro operaciones que pasiva o activamente constituyen la corporalidad en literatura: el devenir, el sexo, el sacrificio y la enfermedad, esta última es la privilegiada para generar los protocolos que se evidencian en las dos novelas: los cuerpos de Darío y el Ángel. La enfermedad sella la identidad de sus protagonistas. El primero porque el sida lo tiene a las puertas de la muerte y su agonía se establece como la posibilidad de la palabra en el narrador: «sólo la alegría de verme, que le brillaba en los ojos, le daba vida a su cara: el resto era un pellejo arrugado sobre los huesos y manchado por el sarcoma».
El narrador de El Desbarrancadero emplea múltiples estrategias para frenar la enfermedad de su hermano: cuidados en la comida, ingerir sulfaguanidina, las fumadas de marihuana o sus continuas fugas al pasado edénico de una Antioquia perdida. Pero ninguna de estas lograr vencer la muerte. Muerte que es la condición del hombre, el estado de su existencia; porque la enfermedad no corresponde más que a la presencia terca y fiel de la muerte contra la cual se enfrenta el narrador: «La Muerte, extinguidora de odios y de amores, un año antes de venir por Darío vino por papi, y en un mes se lo llevó. Un mes anduvo rondándolo con su cauda gallinácea, su cortejo de curas, de médicos y zopilotes que yo le ahuyentaba».
En Dulce Compañía la belleza del Ángel, su inmarcesible silencio y sus gestos proféticos por un concepto médico se convierten en un problema de autismo y de epilepsia. El sería solamente un enfermo manipulado por la superstición religiosa. Todo el capítulo 6º y parte del 7º giran entorno al diagnóstico, terapia y verificación de la historia personal del Ángel. Una vez más los procesos científicos y racionales con su potestad de modernidad se enfrentan contra los fenómenos paranormales míticamente comprendidos.
La enfermedad como el cuadro razonable de este muchacho, se apoya igualmente en un cuerpo herido que porta las cicatrices de sus múltiples agresiones y que en el momento del relato le hace un convaleciente más: «Una a una fui descubriendo sus cicatrices. En el muslo, un surco largo y oscura como una cordillera; una línea quebrada que dividía en dos la ceja derecha; otra transversal en el abdomen a la altura del apéndice; un pequeño mapa en relieve sobre el pecho; una estrella irregular en la mandíbula; en el antebrazo, la roseta inconfundible de una vacuna de viruela; en el tobillo un rasguño reciente, que aún no perdía la costra. Eran señales que delataban el paso del ángel por el dolor de esta tierra».
Para finalizar volvamos a los esquemas performativos de nuestra mirada que se subliman o degradan y que exhiben las portadas de las dos novelas. En el caso de Dulce compañía la pintura El Rapto de Psyque del pintor prerrafaelista William Bouguerau retocada por Victor Robledo, retoma una vez más los motivos míticos y clásicos de occidente. Una pintura en la cual las proporciones del renacimiento y la apuesta a un equilibrio de las formas son su rasgo fundamental. Una apuesta a lo sutil y sempiterno que percibimos en la escritura de Laura Restrepo al describir el cuerpo de su ángel: «El ala de cuervo de su pelo recio; los ojos soñadores del color de la viscosidad del petróleo; el aleteo melancólico de las pestañas negras; la nariz recta, los labios llenos y femeninos de los que manaban, como si fueren humo, las sílabas extrañas de su mantra hipnótico; su cuerpo sobredimensionado de David de Miguel Ángel, esculpido en mármol oscuro y plácidamente abandonado a la potente columna de luz, que lo conectaba al espacio sideral».
En el caso de Vallejo, la forma remite a una citación pseudobiográfica. La portada es una foto de Darío y Fernando, de la cual el narrador nos ha hablado: «Queda una foto de él conmigo, de niños, que mi tío Argemiro tomó. Él de bucles rubios y con un abrigo; yo de pelo lacio caído sobre la frente y con una camisa a rayas, abrazándolo». Una implicación anecdótica al relato que nos pone en una instancia de verificación y de imputación de veracidad. Un punto de referencia que se hace insuperable en la caída incontrolable de su sociedad y del cuerpo enfermo de Darío. Aquel cuerpo anómalo en una sociedad igualmente decadente que se niega mirarse y contemplarse: «De hecho ya está cayendo, y desde hace mucho, pero el problema es que no acaba de caer. Somos un moribundo terco que insiste en no morirse».
Efectivamente Laura Restrepo destaca de manera especial una «forma áurea» que busca perpetuarse y expandirse; su relato se mantiene por el deambular entre un cuerpo humano, demasiado humano, y un ángel fugitivo. De manera similar una «experiencia de abyección» desea destacarse en el relato de Vallejo. Su relato se mantiene por el deambular entre un cuerpo enfermo y agónico y el recuerdo edénico del mismo.
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* Luis Alfonso Castellanos es teólogo y filosofo de la Universidad Javeriana. Magíster en Literatura de la misma universidad. Doctor en Historia y Semiología del Texto y de la Imagen de la Université de Paris VII.